jueves, 24 de noviembre de 2011

Antolina

 .Orlando Guevara Núñez                         
Ha pasado ya medio siglo. Y todavía guardo el más grato recuerdo sobre esa mujer. No sé si aún vive o si la acción implacable del tiempo ha sido capaz de doblegar su existencia. Pero lo cierto es que ni la distancia ni los años han podido borrar las imágenes que conservo sobre ella- para muchos una mujer igual que otra- pero para mi, inobjetablemente excepcional.
Aún bajo los torrenciales aguaceros, venciendo los obstáculos de los más de diez kilómetros de fangosos caminos, la recuerdo llegando siempre primera a la escuela, enjorquetada sobre su infalible transporte: una yegua alazana y grande, a la cual ella, no sé por cual razón, llamaba siempre  “mi caballa”. Y  no la he olvidado tampoco bajo su gigante sombrilla, utilizada lo mismo contra el sol que contra el agua. Ni cuando miraba por encima de sus espejuelos de aumento; ni su modestia y corrección en el vestir.
Pero lo que más me sigue impresionando al recordarla, es su manera de ejercer con tanto amor y vocación la enseñanza. Aún no consigo olvidar su rostro emocionado al cantar junto a nosotros, todas las mañanas, nuestro Himno Nacional. Y siento todavía su voz exaltando las figuras de Céspedes, Agramonte, Martí, Gómez  y Maceo… y luego haciéndonos copiar muchas veces hasta aprender de memoria el pensamiento martiano de que los grandes derechos no se compran con lágrimas, sino con sangre; que el verdadero hombre no mira de qué lado se vive mejor, sino de qué lado está el deber y que un principio justo, desde el fondo de una cueva, puede más que un ejército.
   Y la recuerdo intolerable ante las indisciplinas. Y acuden a mi mente las veces que las acostumbradas peleas entre alumnos durante el recreo, tuvieron un fin paralizante, sencillamente ante una señal de alerta anunciando su presencia.
No eran épocas todavía para prescindir de los reglazos. Pero en ella ese castigo se complementaba siempre con otro: la obligación de permanecer en el aula a la hora del retiro. Y sólo ella y el castigado eran testigos de lo que entonces sucedía.
Me parece estar mirándola aquel día en el aula, donde la algarabía era fantástica. Se levantó lentamente de su silla y penetró hasta el centro del pasillo que dividía en dos el grupo. En su mano derecha, la fatídica regla. El silencio, sepulcral. Todas las miradas se concentraban en ella, la seguían y trataban de descifrar lo que se avecinaba. Su taconeo sobre el piso de madera, semejaba un toque anunciando tragedia.
 Cuando se detuvo a mi lado, sólo un veloz reflejo pudo librarme del impacto. Como un relámpago, un coro de voces proclamó mi inocencia y detuvo el embiste. Ella, turbada, regresó a su asiento y junto a mi sólo quedó la regla, partida en dos, y una visible marca grabada en el espaldar de mi pupitre. Lloré de impotencia y de vergüenza. Ese día pensé que ella era mala y todos la acusaron de injusta. Y más lo creí así cuando, pese a mi probada ausencia de culpa, me aplicó también el castigo de quedarme en el aula mientras los demás se marchaban. Sólo entonces-sin testigos- comprendí y guardo con especial emoción y cariño, el secreto del segundo castigo, cuando sus lágrimas, en lugar de sus palabras, enmendaron la injusticia. Esa vez aprendí que uno puede llorar no sólo ante una ofensa…
Pero lo que con más tristeza recuerdo es aquel aciago día en que otra maestra apareció sentada sobre la silla del aula. No había venido en una  “caballa”, ni llegó antes que los alumnos, ni traía sombrilla grande, tal vez porque dentro del auto no la necesitaba. Si no menciono su nombre, es porque en realidad no lo recuerdo…
Nunca más volví a ver a la maestra que yo quería. Tampoco he sabido nada sobre ella. Pero confieso que siempre, al pasar por el lugar donde existiera aquella humilde escuelita rural o cuando estoy entre niños y educadores, viene a mi mente, ligada a un profundo cariño y respeto, una imagen imborrable y resistente a la acción corrosiva del tiempo: la de Antolina, mi querida maestra de   segundo grado

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